Teoría de cuerdas.

Lo que tenían en común todos aquellos chicos 
es que me mintieron.

El primero fue Chicho, que iba a clases particulares
lunes y jueves, pues se le atascaba la geometría.
Entre otras cosas, deformaba la realidad.
Los días que no iba, me contaba que sí.

Grumi le compró chucherías a Carlota Gail
uno de esos recreos en los que yo ya no tenía amigas
porque quise, como quise comprarme un bollo
y él dijo: “yo cojo unas chuches, ¿vale?
me las como luego”.
Pero luego me comí yo el tuit de Carlota Gail
con una foto enmarcada por ositos de colores
ponía algo como: gracias, feillo, carita de vergüenza,
que a él nunca se le cayó de eso.

Rijo me contó que, en aquella cama, encontró
una cucaracha gigante la noche anterior.
Acabábamos de follar y no éramos novios,
e hice amago de irme, pero se arrepintió raro
y me quedé a dormir
con más pena que asco.

A Tuso, que siempre andaba mal de la garganta
le regalé los últimos caramelos de regaliz
que me dio mi abuelo,
porque le sentaban bien, y le gustaban, y me miraba
con esa dulzura sin envoltorios.
Cuando tosía, le preguntaba:
“¿te quedan caramelitos?
Un año después, los encontré
–apilados, estrujados, amasijo–
en el bolsillo más pequeño de su mochila.
Tal vez de haber sido un regalo de Carlota
se los hubiese comido todos.

Todos me mintieron: eso tenían en común;
ni la barba clara, ni los ojos turbios.
Me mintieron, con más o menos astucia
–supongo– con más o menos amor.
Pero todos, al final de un pasillo frío
me sostuvieron la mirada,
guardaron silencio.

Y yo también lo guardé, sorprendentemente
eso fue lo primero que hice, mucho antes
de una mala experiencia que me hubiese curtido
o de una madurez que me hubiese cansado.
Guardé silencio,
bajé la cabeza.

Pero también ocurrió: pregunté,
denuncié,
escupí;
atravesé ese pasillo con los ojos abiertos.
Y dio igual si dulce o árida,
cuando lo hice: me repudiaron,
me gritaron como energúmenos
“has perdido la puta cabeza”.
Con sus dedos punzantes, me señalaban:
Loca, loca, loca, loca.
Que me odiaban, que lo merecía
por loca y más que loca,
y yo: volvía a convertirme en un escarabajo
al que aplastar con sus enormes pies.

Al principio, buscaba obsesivamente la verdad,
y nunca conseguí la verdad.

Seguramente, algunos lo hicieron por mí,
porque no querían perderme.
Seguramente, por algunos lo soporté por ellos,
porque no quería perderlos.

Pero al final dio igual que loca, que odiosa, que lo mereciese,
porque yo lo sabía, siempre lo supe.
Los secretos que no descubrí: los supe.
Y ellos acabaron sabiendo, incluso cuando callé
que a mí no podían engañarme,
aunque siguieron llamándome lo mismo.

Dejé de buscar la verdad.
De 34 veces que me mintieron, después de todo,
después de incluso haberlos perdonado o largarme,
después de rogar, suplicar o largarme,
y de haberles visto remontar
sus nuevas vidas con Carlota
chucherías, camas limpias,
nunca jamás me la dieron.
Pero ahora sé: tampoco existía.

La verdad nunca existió.
Eso tenían en común.

Me mintieron, sí,
pero nunca fue la verdad lo que me negaron.

Y ahora podemos reírnos,
encontrarnos, sentir cosquillas
recoger flores blancas,
hablar de amor en las pausas publicitarias.
Pero aquello terrible que todos me negaron,
quiero que sepáis:
yo eso ya no lo regalo.

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